martes, 22 de enero de 2013

IO SONO LI


Io sono Li es el título de una película italiana dirigida por Andrea Segre. Cuenta la historia de Shun Li, una mujer china que se ve obligada a trabajar en un bar de Chioggia, una pequeña localidad a orillas de la laguna veneciana. Mientras el tiempo pasa, Li sueña con regularizar su situación frente a la poderosa comunidad china que dirige los negocios de la zona y así poder reunirse con su pequeño de ocho años.
Uno de los clientes habituales del bar es Bepi, un viejo pescador de la antigua Yugoeslavia con el que Li entablará una silenciosa amistad.


Dibujar el argumento de esta historia es bien poco comparado con el explícito tesoro de silencios e imágenes capaces de llegar allí donde no llegan las palabras. Es una delicia escuchar el balbuceante italiano de Li abriéndose paso en una lengua que desconoce, el oscuro acento veneciano de los parroquianos del bar, las rimas inocentes en la curtida voz de Bepi, al que todos apodan "el Poeta".
El resto es colocar la cámara en algún lugar de la Laguna y esperar a que atardezca o tener paciencia hasta que la niebla convierta en blanco y negro la magnificencia dorada de los palazzi del Canal Grande.


El resto... una escapada dulce de la soledad. Un viejo pescador de un país que ya no existe comparte su licor eslavo con una mujer china encadenada a una deuda  en medio de una laguna antigua, sabia, hermosa. Metáfora de lo poco que somos: un instante entre soledades y la necesidad de la tibieza del amor en medio del vasto océano.

sábado, 19 de enero de 2013

VARIACIONES PARA UNA TARDE DE LLUVIA

El cinco de septiembre de 1977 la nave Voyager 1 partía rumbo al espacio con la misión de observar Júpiter y Saturno a la vez que intentar reconocer los límites del Sistema Solar.  Aunque, según los científicos, las posibilidades de encontrarse con cualquier tipo de civilización extraterrestre son ínfimas, en la nave viaja un disco de oro para gramófono con sonidos de la Tierra. En ese disco, además de saludos en todos los idiomas del planeta, se incluyen sonidos de animales, del viento, de la lluvia, latidos, risas, pisadas, música... Una de las piezas que lo integran es una grabación de una obra para clave de Bach interpretada por Glenn Gould.
Actualmente el Voyager 1 ha informado que se encuentra a más de 17.000 millones de kilómetros de la Tierra a punto de entrar en el espacio intersestelar.
Se me hace imposible comprender muchas cosas que suceden a mi alrededor así que ya ni me preocupo de imaginar lo que puede suceder en ese infinito silencioso. Tal vez que la música de Bach alcance el centro de sí misma flotando en el espacio inaprensible, entre partículas ardientes y vientos que se estrellan sobre sus propias ondulaciones. Es una lástima que las estrellas no puedan ver también la interpretación de Glenn Gould. 

domingo, 13 de enero de 2013

A ORILLAS DEL EAST RIVER


I

En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.

Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí -difuminados
en la magia del tiempo.

Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!


II

Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban 
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacia el norte
y el que partía hacia el oeste 
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño». 

Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.

De "Cuaderno de Nueva York" 1998. José Hierro