miércoles, 25 de septiembre de 2013

APUNTES SICILIANOS (4)



No es personal, sólo negocios.
Apenas se divisa un torreón desde la carretera. Una mansión más como las que bordean la costa este de Sicilia a la altura de Fiumefreddo: altos muros de piedra, abundante y selvática vegetación, ventanas clausuradas, desconchones y esa triste decrepitud del abandono. Nada parece indicar que exista vida en el interior de la fortaleza que se llama ostentosamente Castello degli Schiavi. Me acerco a la puerta de hierro e intento atisbar algo del interior: un ángulo de tierra, una pared, unas macetas apiladas y un ojo inquieto y azul que coincide con el mío. Después del sobresalto inicial pregunto al ojo si se puede visitar el castello. Me responde que no, que es una propiedad privada y que sólo con cita previa y pago de 25 euros.
Insisto. Sólo el jardín, un vistacito nada más. La puerta se abre ante un camino de tierra y el lateral de una robusta  construcción de piedra grisácea. La emoción empieza a ganarme pero un hombrecillo delgado, de pelo canoso y mirada acuosa, persiste en su negativa con amabilidad férrea. Balbuceo súplicas, lamentos, el hombrecillo afloja, acepta hacer una excepción, rebajarme el precio si entro en ese momento pues tiene una visita concertada para una media hora más tarde. Dudo. Adesso o mai, signora, me conmina con impaciencia. Detrás de mí aparece un italiano con una pareja de alemanes que está visitando villas para celebrar su boda. Demasiado remolino en la puerta, demasiado lío. El hombrecillo me sujeta del brazo y tira de mí, del italiano y de los alemanes hacia dentro. 
Y allí estoy, sin acabar de creérmelo, en la casa que don Tomasino le dejó a Michael Corleone cuando tuvo que huir de América, la casa en la que Apollonia saltó por los aires, la casa en la que se pacta una traición. La casa con cuya imagen se cierra la trilogía irrepetible de Coppola.





El propietario del ojo y de la villa resulta ser el barón Franco Platania, descendiente de los Borghese romanos y emparentado con los duques de Orleans y Dos Sicilias. Con toda esa gente deambulando por su jardín el barón se mueve nervioso de un lado a otro. Abre la capilla y me explica la estructura, el siginificado de los cuadros, de los símbolos masónicos que adornan las paredes para desaparecer después entre el grupo de alemanes y explicarles cuántas mesas pueden instalarse cómodamente en el patio central.
En el sótano al que nos hace descender se guardan arcones, panoplias, tapices, reproducciones de antiguos mapas de Sicilia, cuadros de sus antepasados. Responde con interés a mis preguntas, acogiéndose a la sombra de una grandeza perdida hace ya demasiado tiempo. La visita continua en el piso de arriba. El barón enciende y apaga luces, habla con unos y otros siempre con una cordialidad apresurada y nerviosa. Una alfombra roja se extiende a través de varios salones repletos de porcelanas, libros, muebles antiguos y fotografías de Al Pacino. Todo tiene un aire ajado y polvoriento.
Sentados en un salón que parece algo más privado, el barón nos enseña primero un vídeo del Padrino con las escenas cuidadosamente seleccionadas, después un vídeo promocional de la villa engalanada para una recepción. Los alemanes parecen satisfechos, hacen sus cuentas y se marchan. El barón disculpa su ausencia y los acompaña a la salida. Hace rato que me parece estar dentro de un sueño, así que no me sorprendo demasiado al verme de pronto allí sentada, en el sillón de un barón siciliano, ni me sorprende que se disculpe, ni me sorprende la visión de aquellas paredes, de aquel jardín con el pozo, ni estar dentro de las tripas de un mito.





Le pido permiso para hacer alguna fotografía cuando regresa de despedir a los alemanes y no sólo acepta presuroso, sino que me arrebata la cámara y me arrastra de un lado a otro de la casa y el jardín colocándome en el ángulo exacto desde el que se grabó ésta o aquella escena: el balcón desde el que Michael observa los pinitos al volante de su flamante esposa, la escalera por la que baja antes de darse cuenta de que ya es demasiado tarde para la inocente Apollonia, la silla en la que al fin descansará para siempre el anciano padrino…
El barón insiste en enseñarme algunas fotografías de la troupe Coppola que guarda en una especie de bodega.  Son imágenes del rodaje, hechas por él mismo, donde se le puede ver al lado del director y los actores, todos en situación más o menos distendida. Qui lasciavano tutto l'atrezzo mentre giravano dice señalando una habitación contigua. Posso? pregunto con el corazón a mil por hora. Prego, signora… y el barón me franquea el paso con un gesto amplio de su brazo. Ahora sí que tengo miedo a despertar. Allí, apilados de cualquier manera, están los restos que nadie quiso llevarse: la silla de ruedas de don Tomasino, el banquito en el que se sentaron Michael y Vicenzo, dos escopetas, una bicicleta oxidada, cámaras viejas, más y más fotografías…










Pero suena el despertador. Alguien ha llamado al timbre de la puerta y una mujer gorda y desaliñada se asoma al balcón. Franco, hanno suonato! le grita con voz ronca . El barón corre al encuentro de sus visitantes oficiales a los que abre la verja de la entrada principal para volver volando hasta la puerta lateral en la que yo le espero. Saco un billete que recoge con aristocrática avidez mientras aprieta mi mano entre las suyas y sonríe con cierto orgullo. Me pregunto si será suficiente dinero o si será excesivo el gasto. En el camino de vuelta, con esa especie de resaca que supone vivir situaciones irrepetibles, recuerdo una de las frases que me dijo el barón antes de entrar: "Si el Padrino significa algo para usted, esta visita merece la pena, de lo contrario, sólo es una casa  más". Supongo que la humilde sabiduría del barón podemos aplicarla a casi todas las situaciones de la vida.


 Siempre merece la pena.
 

lunes, 16 de septiembre de 2013

APUNTES SICILIANOS 3


Bagheria
Villa Palagonia, o Villa dei monstri, es una mansión extraña llena de estatuas de caballeros, animales, músicos, quimeras y monstruos de piedra. Escalinatas retorcidas, salas decoradas con frescos o espejos inquietantes que deforman la figura del que los mira, forman parte de su extraño encanto. Se llega allí, tirando del hilo de Ariadna. Primero tirando del Viaje a Sicilia con un guía ciego, de Alejandro Luque y descubriendo que el misterio del título es un porteño llamado Borges. Después, tirando del ciego y la emoción que comparte con María Kodama al pisar las mismas salas que pisó Goethe. Y así, tirando tirando se llega hasta el origen mismo del gran tour, el Viaje a Italia del ilustre alemán. Hablo de libros, claro. Siempe digo que cada uno de nosotros lleva el viaje dentro: lo que ve, lo que encuentra, lo que busca… está ya en el equipaje antes de partir.




No le gustó a Goethe. Le pareció el delirio de una mente enferma, con  gusto repulsivo, de una vulgaridad insoportable y con un resultado artístico ni siquiera fruto del capricho excéntrico sino de la casualidad más tosca. Se sintió incómodo recorriendo la columnata de monstruos hasta la entrada, malhumorado al sentarse en las sillas con patas desiguales y casi diría que ansioso por marcharse. Y sin embargo, es un gustazo leer la malévola inquina con la que describe los sátiros alados con cabeza de mujer, la puntillosidad con que perfila los contornos del palacio para convencernos de su horror.




En 1984 el fotógrafo Ferdinando Scianna retrató a Borges en Villa Palagonia. Está sentado en un banco de piedra, con el gesto extraviado del que ha perdido hace tiempo las referencias físicas del mundo. Me pregunto si Borges necesitaba realmente moverse de Buenos Aires para viajar. ¿Por qué querría llegar hasta aquí, pasear por estos salones vacíos, por estos senderos de grava? ¿Acaso podía encontrar algo más de luz en esta brisa tenue que recorre los jardines que en las palabras de Goethe?

La Villa, mordisqueada por el tiempo, la especulación urbanística o vete a saber qué, ha sido engullida por una de las arterias centrales de Bagheria. No hay ni rastro de la columnata de entrada que tanto indignó al Goethe ni de los extensos jardines que la rodearon. Figuras insólitas coronan los muros que rodean la propiedad sobre un fondo de antenas de tv, casas desconchadas y balcones con ropa tendida. Unas construcciones bajas abrazan en forma de semicírculo al edificio central. Música de radio, una sombrilla multicolor sobre una mesa de jardín, un niño correteando recriminado por la voz de su abuela, una manguera abandonada en el suelo… me reciben al traspasar la verja de entrada custodiada por dos enormes enanos. La villa no es muy grande, ni encuentro nada sobresaliente en sus salones vacíos y algo polvorientos, aunque resulta agradable el silencio, el ambiente atemporal de cascarón hueco, la sombra de los árboles supervivientes. Sobre el dintel de una puerta que da paso a la sala de los espejos leo: Magnificenza singolar contempla, fralezza mortal l’imago espressa. Algo así como: contempla la singular magnificencia de este lugar en el que verás reflejada toda la fragilidad del ser humano.
No dejo de pensar en Borges, sin poder ver ni verse en estos espejos, sin poder complacerse en los infinitos Borges que lo rodearían como en el enigma del mejor de sus cuentos.




Busco el banco de piedra en el que sé que se sentó. Un hombre en pantalón corto y cannotiera lee el periódico. Me parece una imagen divertida que rompe con la solemnidad literaria que me ha llevado hasta allí e intento robarle una fotografía. Pero el hombre, alertado por el ruido de mis pasos sobre la gravilla, asoma la nariz por encima del diario y me recrimina con aspereza. Finjo que mi interés está en el busto que hay a sus espaldas, le muestro mi foto amputada y él gruñe malhumorado ma questo non ha valore, signora. Me encojo de hombros y sigo vagabundeando por el jardín un rato más. Creo que el hombre del periódico no comprende del todo que las cosas más valiosas, nunca son cosas.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

1973



Mi recuerdo son imágenes confusas de un palacio ardiendo, mucho humo y tanques, voces alteradas, desolación en algunos, indiferencia en otros. Todo en blanco y negro como era el mundo entonces, al menos, el que se veía a través de nuestro Philips. Era septiembre, eso sí lo recuerdo, porque observaba expectante el declive del verano con mis libros forrados, las libretas de anillas y el olor de la goma Milán recién comprada. Yo iba a un colegio de monjas y aunque no llevaban  hábito y cantaban en misa eso de “busca la respuesta en el viento”, eran monjas al fin y al cabo. Nos obligaban a ir a esas misas todos los viernes y nos hacían bailar sardanas en el recreo para que no armásemos demasiada bulla.
Aquel principio de curso llegó la señorita Elia. No podría decir que mi vida dio un vuelco al conocerla, pero sí que su presencia insuflaba algo de color a aquellas aulas mortecinas. Era muy joven, vestía con vaqueros, hablaba muy despacio y jamás se alteraba por nada. Puedo verla, siempre de pie, apoyada en la mesa, con el libro en una mano y la otra en el bolsillo. Sé que en aquellos primeros días sólo intentaba conocernos, saber de nosotras, ver cómo estaba el nivel de la clase que tendría a su cargo el resto del curso. Nos preguntaba por nuestros gustos, se interesaba por nuestras pobres lecturas e incluso se atrevió a indagar si sabíamos qué estaba pasando en Chile. Quizás ahora puedo decir que durante aquel curso, de ese modo suave y moderado que imponía Elia a sus clases, fui encajando poco a poco las piezas del mundo.
Quién sabe por qué mecanismo extraño de la mente, cada septiembre, cuando se acerca mi cumpleaños recuerdo a Allende y a la señorita Elia como si fueran una pareja literaria y magnífica, un regalo inexplicable.  Recuerdo un aire fresco y agradable que atrapaba las primeras hojas del otoño en la Avinguda del Carrilet, recuerdo a los chicos del instituto que pasaban por delante del colegio riéndose de nosotras, recuerdo el edificio sin gracia de aquel instituto -un antro de perdición a decir de las monjas- pero al que todas soñábamos con ir. Recuerdo los sueños, las previsiones de la vida, el mundo por estrenar, el pensamiento por escribir, la maleta por hacer…
Perdonad si me he puesto algo nostálgica, pero creo que son ya demasiados años los que voy a cumplir dentro de poco.

martes, 3 de septiembre de 2013

APUNTES SICILIANOS (2)


Siracusa
Un estallido blanco entre dos azules: el mar y el cielo nítido y plano. Alguna cúpula, alguna tapia con jazmines, alguna fachada amarilla más y podría estar en Cádiz. Callejeo por la Ortiglia bajo las volutas barrocas de sus infinitos balcones llenos de hierbajos. En la Chiesa de S. Lucia hay un Caravaggio. En la Piazza del Duomo, desierta bajo el sol de mediodía, Flavio y Danielle tocan el acordeón. Como en una tavola calda con mesitas a la sombra de un teatro: empanada, arancini y birra Moretti helada.
Hay cierta dejadez en las calles que choca con la belleza inmaculada del paisaje. El tiempo ensuciando el sueño de algún arquitecto cartesiano. Un hombre sentado a la puerta de su negocio de souvenirs me sigue con la mirada mientras paso. El calor oprime el cuerpo y me envuelve en un manto húmedo. Camino por las calles en el atardecer que tiñe el cielo como en un cuadro renacentista. Es Sicilia. Es Italia.