jueves, 30 de agosto de 2012

ESTAMPAS GRIEGAS 1






Llevadme ante el marmóreo farallón de Sunión,
donde nadie, salvo yo mismo y las olas,
pueda oír nuestros mutuos murmullos.
LB
 LORDOS VEERON
El atardecer se hizo esperar. Bajo el calor asfixiante y sin árboles en los que cobijarse, acercarse a las rocas del acantilado era la única posibilidad de recibir algo de brisa. El mármol blanco del templo de Poseidón se alza en un montículo que recibe, con el privilegio propio de las divinidades, hasta el último rayo de sol. A la derecha, una pequeña bahía llena de veleros fondeados, una playa ordenada y discreta. Más allá, el perfil borroso de algunas islas y el horizonte limpio que rompe la ilusion de continuidad: azul inmenso el cielo, azul infinito el mar.


En una de las columnas de este templo, Lord Byron escribió su nombre, impresionado por la inaprensible belleza del lugar. Es imposible acceder al interior y aunque desde lejos pueden leerse los nombres de otros viajeros que, como él, quisieron tocar la inmortalidad, fechas y nombres se confunden bajo la erosión del aire enloquecido de los siglos. Tuve que volver una segunda vez para descubrir tan pequeño e ilustre graffiti.




Pienso en Byron arrastrando su pierna tullida hasta la escarpada cima de cabo Sunión, imagino el alivio de la brisa en su frente sudorosa, veo lo mismo que él vio, tal vez poco antes de contraer las fiebres que acabaron con su vida. ¿Recordaría este lugar en su lecho de muerte? ¿Aliviaría en algo su dolor la evocación de esta luz, de este mar? El láudano y las medicinas deformaron tanto su cuerpo que cuando el féretro llegó a Inglaterra, sólo al desenvolver su pie deforme, pudieron reconocerlo. Muchos griegos llevan hoy el nombre del poeta y su corazón permanece enterrado en Messolongi.






El silencio reverberante del mar, el canto enloquecido de los grillos, el picoteo desordenado de varias perdices que paseaban entre las piedras, la luz amarilla del sol deslizándose hacia la noche, la luna diminuta en el cielo deshabitado... 


... todo esa tarde formaba parte de algún tipo de estado imperecedero, algún tipo de extraña eternidad que posiblemente jamás comprenderé.


1 comentario:

Eduardo Baamonde dijo...

A veces es más difícil comprender un instante de arrebato en nuestras diminutas vidas que diez mil años de eternidad. ¿No será más provechoso y placentero centrarse en el mar, en la luz y en las perdices?