ACRÓPOLIS
Los andamios cubrían el Partenón y más de un turista arrugaba el ceño con cierto enfado, con evidente decepción. Por todas partes se oían los disparos de cámaras de fotos, móviles, tabletas de última generación capturando los trofeos visuales capaces de justificar cualquier movimiento. Atardece. Es imposible visitar estos lugares agrestes a otra hora del día. Nunca había visto un cielo tan inquebrantable, tan azul. Hay piedras por todas partes, templos que no son templos sino reconstrucciones de templos, huecos donde debieron estar los que no están...
Nada de eso importa demasiado. La Acrópolis se yergue sobre una colina con la majestuosidad magnánima y sabia del que se conoce destinado a la muerte. Se eleva sobre los siglos, se refugia en los libros de historia, en los versos de tantos poetas, en la memoria aprendida del antiguo esplendor el arte y la civilización.
Desde allí arriba, la ciudad se extiende como una colmena abigarrada que se para en el mar y trepa por las montañas colindantes. El humilde barrio de Anfiotika, con sus encaladas fachadas andaluzas, los aromas de Plaka llamando al placer urgente de la cerveza helada, el arco de Adriano sobreviviendo en medio del tráfico, el teatro de Dionisio...
Unos enormes perros con las llaves colgadas del collar hacen la función de vigilantes, acompañan al portero que, con prisas y sin miramiento, va expulsando a los turistas rezagados. He leído en alguna parte que son perros vagabundos que el ayuntamiento de Atenas ha adiestrado para esa función. Son grandes, de mirada vidriosa y fiera, aunque parecen inofensivos. Vamos saliendo todos, remolones y tercos, apurando la última mirada sobre el atardecer de la Acrópolis. El portero echa la llave a la verja de entrada, como si con un pequeño gesto cotidiano pudieran cerrarse tantos siglos de historia.
Sonrío pensando que en la soledad de la noche calurosa, mientras los humanos nos convertimos en un mar de voces anónimas dentro de cualquier taberna, los perros se salvan de su maldición y caminan entre las ruinas con la mirada melancólica y orgullosa de los filósofos antiguos.
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