lunes, 4 de febrero de 2013

JAVIER


Javier es muy pequeño, demasiado pequeño para su edad. Aunque acaba de cumplir los quince, su tamaño no supera al de un niño de nueve o diez años. Toda su ropa, en cambio, es enorme y desproporcionada: los pantalones que arrastra a duras penas por los pasillos, las sudaderas que se le descuelgan de los hombros y le tapan las rodillas... parece que todo él estuviese menguando en lugar de crecer.
Su mesa es la más desordenada de la clase. Libretas, libros y hojas sueltas mantienen un difícil equilibrio en el pupitre hasta que inevitablemente se precipitan hacia el suelo una y otra vez. Entonces Javier pide perdón, te mira con sus ojos pequeños y negros -siempre muy abiertos- y recoge con torpeza todas sus cosas... una y otra vez.
Nunca sé bien dónde está, aunque su cuerpecillo diminuto ocupe una silla con la misma forma de sentarse, en el borde, de cualquier manera, con la precariedad de quien está de prestado en todas partes y no es capaz de tomar posesión ni del aire que respira. No consigue mantener la atención más de un minuto seguido y cuando se lo haces notar, regresa de no sé qué mundos invisibles musitando un "perdón profe" compungido. Un minuto de pequeña y mísera realidad flota en el aire hasta que Javier, una y otra vez, regresa a algún refugio donde nadie puede alcanzarlo.
Pasa las tardes en la calle, con su skate, rodeado de chicos mayores que han abandonado sus estudios y sobreviven ocupando el barrio, hablando de la última pirueta de un héroe desconocido, sentados en los bancos del parque sobre montañas de tedio y pipas.
Los padres de Javier iban a separarse poco después de que él naciese.  Una tarde en la que, como de costumbre, el rencor y el desprecio iban llenando los rincones de la casa, su padre sufrió un desmayo del que no parecía recuperarse. Un derrame cerebral lo mantiene en estado coma desde entonces. La madre trabaja como limpiadora en un almacén de plásticos y se ocupa del padre de Javier. Un cuerpo inerte por el que imagino no puede albergar ya ningún sentimiento posible. 
Algunos compañeros me dicen que tengo demasiada paciencia con Javier, que es insoportable su actitud ausente, su desorden, que necesita un severo castigo. No sé por qué yo lo imagino siempre  caminando hacia casa al anochecer, naufragando en su ropa, con el skate bajo el brazo, perdiéndose en los callejones del barrio, perdiéndose en esos otros mundos recónditos que le aplazan el momento de entrar en la sordidez de la vida. Incluso pienso si no habrá algo de pequeña rebeldía en el hecho de no crecer, si no será todo parte de un plan premeditado en el que se hará cada vez más y más pequeño hasta desaparecer.
Así que supongo que no importa demasiado si lo dejo vagar un poco por ese mundo paralelo donde estoy convencido de que es un muchacho alto y fuerte, su madre tiene el corazón intacto y su padre lo espera respirando, acodado en la ventana.
Gracias por escuchar una vez más, querida Lula, a tu viejo y cansado profesor.
Lucas Tanner

2 comentarios:

Eduardo Baamonde dijo...

Cuando veas a Lucas dile que en los ejercicios de sinónimos, desde hace un par de años, se acepta como respuesta válida la unión de viejo, cansado y profesor. No sé si es debido a algunos javieres o a demasiados joseignacios. Tal vez, ambas cosas.

Molina de Tirso dijo...

¡Hermoso! Esa clase de gente es la que merece contemplarse, no la que se considera interesante por motivos intrascendentes.
Saludos