miércoles, 26 de agosto de 2009

DIARIO INTERMITENTE DE UNA ESTANCIA TRANSITORIA EN EL PARAÍSO


GIORNO UNO: ARRIVO (Llegada)

En ningún otro sitio como en Toscana he visto el cielo nocturno tan plagado de estrellas. La Osa Mayor, la Menor, Orión, Venus y tantas otras constelaciones cuyo nombre y forma desconozco aparecen de pronto colgadas en un espacio inmenso, inabarcable, infinito y quieto.
La noche de mi llegada, en cambio, apenas pude darme cuenta de nada, empeñados como estábamos en coger el desvío justo y no equivocarnos en ninguna de las encrucijadas que aparecían a nuestro paso.

Por la mañana, la claridad se colaba por todas las rendijas de la ventana susurrando "venga, sal de ahí, no sabes lo que te estás perdiendo". Y, en efecto, un extenso paisaje se desplegó ante mí al abrir las contras de par en par: colinas amarillentas, olivos grisáceos, alguna mancha verde de vides en perfecta alineación, la derruida torre de Crevole a la izquierda, pequeños borguetti encaramados en las lomas con sus caminos de cipreses, en el centro, Siena y la torre del Duomo ondulándose en la distancia, campos de girasoles, balas de pajas secando al sol como gigantescos quesos parmigiani.
La casa era espaciosa, parecía confortable; nuestra casera, Susanna, una mujer generosa en las formas, de hermosos y rasgados ojos verdes, era afable y simpática... casi no me lo creo. Era tan perfecto que parecía un sueño, en realidad, estuve todo el día flotando en un estado de enajenación total.






Dediqué el resto del día a hacer una pequeña incursión en el pueblo: una bottega (tienda) regida por dos mujeres sonrientes, el macellaio (carnicero) sentado a la puerta, el círculo ARCI (Asociación Recreativa Cultural Italiana) lleno de hombres con cannotiera (camiseta de tirantes), pantalón corto y calcetines con zapatos, el cuartel de los Carabinieri cerrado a cal y canto y una carreterita que conducía a la parte antigua, una fortaleza no más grande que una nuez.
El ritmo de vida se ralentizó de pronto. Nada de lo que había que hacer merecía nuestra prisa, todo plan podía ser sustituido por otro, o por ninguno. El silencio se llenó de miles de ruidos diminutos: insectos, crepitar de ramas, pasos de animalillos que en la noche se aventuran hasta la gravilla del jardín, el estallido opaco de una granada multicolor que ilumina alguna fiesta en la lejanía, voces que se cruzan en el paseo nocturno buscando algo de fresco.



Y en la pequeña fortaleza de Murlo, una única pizzería, humilde y pequeña en apariencia pero con una lujuriosa terraza sobre el valle y un pizzaiolo -puntito canalla- digno merecedor de cualquier leyenda al respecto.
En la diminuta plaza, un grupo de jazz al que no oímos. En la mesa, un chianti que no bebimos porque esa noche un vernaccia de san Gimignano se deslizaba peligrosamente por nuestra gargante sedienta.
La noche estrellada hizo el resto.

3 comentarios:

arume dos piñeiros dijo...

Non hai parole.

El Doctor dijo...

Ay,que podría decir ante semejante texto y fotografías,mi querida Lula.

Besos y un fuerte abrazo.

Jah Work dijo...

Que paisaje y cuanta tranquilidad...impresionante!

Saludos