jueves, 19 de mayo de 2011

SANDYCOVE (IV)

Subió otra vez al parapeto y miró allá, toda la bahía de Dublín, con el claro pelo roblepálido ligeramente agitado.

Yo tampoco terminé el Ulises. Y eso que comencé a leerlo en aquellos tiempos de ávida obediencia literaria, en los que dejar un libro sin terminar -aunque fuese infumable- constituía para mí una afrenta intelectual difícil de subsanar. Afortunadamente el tiempo cura muchas estupideces. Pero con el Ulises, entendía yo que me faltaban muchas claves para llegar del todo hasta él, que había "algo", más allá del sinsentido en el que yo me perdía al cabo de varios capítulos.
Tal vez por eso, llegar hasta la Torre de Martello, divisar la brumosa bahía de Dublín, trepar por la escalera de caracol apalpando las paredes o merodear por el desordenado cuartucho testigo de las borracheras de Gogarty, Joyce y Trench, me haya hecho comprender muchas cosas, además de aquella lejanísima lectura.
No sé si volveré alguna vez al Ulises, quién puede saber por dónde irán los tortuosos o dulces caminos de las lecturas personales. No sé siquiera si alguna vez volveré a coger el tren que lleva hasta Sandycove. Pero sé que la literatura y la vida se penetran y nutren una a la otra de un modo sorprendente. Y de esa sorpresa vivimos algunos pobres mortales.

Deteniéndose, escudriñó hasta lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
-Sube acá Kinch. Sube, cobarde jesuita.

Buck Mulligan echó la fritanga en el plato que tenía al lado. Luego llevó a la mesa el plato y una gran tetera, los dejó pesadamente y suspiró con alivio.

Stephen, tomando su bastón de fresno de dónde estaba apoyado, les siguió y, mientras ellos bajaban la escalera, tiró de la lenta puerta de hierro, la cerró y se metió la enorme llave en el bolsillo interior.

Stephen, con un codo apoyado en el granito rugoso, apoyó la palma de la mano en la frente y se observó el borde deshilachado de la manga de la chaqueta, negra y lustrosa. Un dolor, que no era todavía el dolor del amor, le roía en corazón. (...) A través de la bocamanga deshilachada veía ese mar saludando como una gran madre dulce (...).

¿Quiénes eran Gogarty y Trench, los compañeros de Joyce en aquella torre?
Un poco de paciencia. Continuará...

6 comentarios:

Licantropunk dijo...

Yo no es que no lo haya terminado: ni lo empecé. Eso sí, lo tengo apuntado. Y lo suyo sería darme una vuelta, después de leerlo, claro, por Dublín: no hay nada como viajar con libro debajo del brazo.

Por cierto, vi unas imágenes de Brad Pitt ayer en Cannes y llevaba unas pedazo de gafas de pasta...
Saludos, amiga.

Tomás Serrano dijo...

Los hay que tienen una oportunidad y la desaprovechan... Este libro la desaprovechó conmigo.

koolauleproso dijo...

Pues yo ya lo intenté leer 3 veces. Desde luego, sigo creyendo que me he perdido algo grande, pero en cuanto me vuelvo a internar por esos vericuetos, tengo que acabar renuciando. Como tu, sintiendolo mucho, pasará tiempo hasta que lo vuelva a intentar. Porque la lectura es, ante todo, un placer. Y si por propia incapacidad deviene en una pesada caega...

koolauleproso dijo...

carga, quise decir. Aysss!

Francesc Cornadó dijo...

Hay 32 páginas que no puedo con ellas. Estos escritores de Septentrión me presentan unas nieblas oscuras donde me cuesta penetrar.
Salud
Francesc Cornadó

Lula Fortune dijo...

LICANTRO: ¿ves? si hay muchos tipos de frikismo... viajar con un libro debajo del brazo...Ay.
Sí, ya vi las pedazo gafapasta de Pitt... je, je.
Un saludo.

TOMÁS: pues él se lo perdió... Un saludo y bienvenido, compañero.

KOOLAU: totalemtne de acuerdo...sufir, lo justito. Un abrazo.

FRNCESC: ¿sólo se te resisten 32 páginas? Pues eres un fenómeno. Saludos.