Siempre me arrepiento nada más empezar. Explicar poesía a unos adolescentes derrumbados sobre el pupitre es, a estas alturas del curso y de la vida, derrumbarse también sobre la mañana lluviosa de mayo. Reparto las fotocopias mientras ellos las recogen con gesto mecánico hablando de cualquier cosa. Espero su silencio, que tarda en llegar, que nunca es del todo silencioso ni inmóvil, pero acaba por dejar que mi voz encuentre poco a poco su hueco en el aula.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
JH. se sienta al final de la clase con su visera echada hacia delante. No tiene libro ni libreta desde ya no sé cuándo. En realidad lo único que tiene en la vida es esa pequeña rebeldía en la que se atrinchera y que cada vez le salva de menos cosas.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
T. y A. están hechos de ese material inconsistente de la ignorancia aplaudida por sus mayores, de la trapacería mezquina, de la tabla rasa del desprecio hacia todo lo desconocido. Con los ojos fijos en la pared, bostezan ostensiblemente y sonríen con una malicia diminuta.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
M. abre sus ojos redondos como esferas, llevado por una música de sílabas que no acierta a comprender aunque le hable en su propio idioma. Arruga el ceño y copia... quién sabe qué copia en su libreta florecida de faltas de ortografía.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
L. y M. siguen los versos con arrobo de muchacha mal enseñada. Se miran de vez en cuando, partícipes de una complicidad de callejón oscuro, pequeña sordidez de barrio en la que van escribiendo sus conquistas como escriben versos infames en sus carpetas.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
C. me escucha sumido en un silencio doloroso. Serio y frágil, como un pájaro herido, aletea por los pasillos sin atreverse a reconocer el secreto a voces de su deseo. Es el más educado, el más callado, el que menos sabe del mundo y de las cosas.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
S. mira por la ventana. S. mira siempre por la ventana, como un convicto sin esperanza, como un naúfrago en una isla, como un vigía a la espera de las tropas liberadoras.
Y así van pasando mis ojos por los pupitres mientras el sonido de mi lectura parece llenar el aire de un recogimiento cada vez más espeso, más anárquico e inconsistente, más evocador o tedioso. Pero flota, por un instante sobre sus cabezas, el poder efímero y prodigioso de las palabras.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Mi querida Lula, ahora sé por qué a pesar de arrepentirme siempre, reincido año tras año en el delito de la poesía.
Recibe un fuerte abrazo de tu viejo profesor
Lucas Tanner