-¿Mujeres liberadas? Es la falacia más enorme que nos han vendido, Lulita.
Paloma da una calada nerviosa su pitillo. Ha vuelto a fumar, por rebeldía, me dice, y por tocar los cojones. Es una mujer guapa, roza la cuarentena pero con ese aire jovial y decidido que la sitúa en una imprecisa juventud. Es Licenciada en Filología inglesa y trabaja como traductora en una empresa textil. Su marido, Juan Luís, es periodista en un rotativo local. Tienen dos niños.
-Durante años -prosigue Paloma- hemos creído que una mujer debe ser independiente, tener su propio medio de vida, una formación y eso está bien, no me he vuelto tan facha. Pero un día llega la familia, la adorada necesidad de procrear y ahí la cagamos.
Debí poner una cara muy rara porque rápidamente rectificó:
- Quiero a mis hijos, eso no tiene nada que ver, pero ¿qué pasa cuando además de trabajadora eficiente tienes que ser madre abnegada y estar estupenda todo el día? Pasa, que ahí es donde nos la metiron doblada.
-Pero... Juan Luís colabora en casa...-digo tímidamente-
- Sí, colabora. Eso mismo querría yo: colaborar.
Yo no quiero que Juan Luís colabore, eso implica una visión externa de la convivencia. Tú colaboras cuando vas de invitada a otra casa.
Lo que yo quiero es que el trabajo se reparta por igual, pero eso nunca sucede. Las mujeres liberadas acabamos apechugando con casi todo por un ancestral sentido del deber. Es muy entrañable la figura de la ministra paseando a su bebé por la azotea del Ministerio, pero a mí me hubiera gustado ver a un ministro en trance semejante. O ver como un hombre deja una de esas importantísimas reuniónes que tienen siempre los hombres para llevar a su hijo al pediatra.
Qué no, Lulita, qué no, que no nos hemos liberado de nada, al contrario, nos hemos encadenado de forma irresoluble.
¿Sabes quién es para mí una mujer liberada? La mujer de mi dentista.
Ha estudiado su carrera porque la formación es indispensable, ha hecho un casamiento a todas luces ventajoso, crió a sus tres hijos de forma ejemplar y ahora que ya son mayores, es cuando ella refulge en toda su liberación. Va al gimnasio por la mañana, sin agobios y sin prisas. De vuelta a casa, disfruta del aire limpio de la mañana, toma un café mientras lee la prensa y se detiene en una librería a comprar ese libro que ha encargado de poesía inglesa contemporánea o el último de Menkel. Comerá en familia, atenderá los deberes de sus hijos y mientras ellos van a sus actividades, se sentará en el sofá con la perspectiva de una tarde maravillosa sumergida en la lectura. Otro día, tal vez visite la última exposición que llegó a su ciudad, o irá a alguna conferencia interesante. Desde que ha descubierto Internet no para con el Facebook, es asidua lectora de los blogs y consigue unas ofertas estupendas para ir a Londres y ver a su adorado Malkovich en el teatro...
Interrumpo su discurso porque tengo que irme, porque no sé qué decirle, porque creo que tiene su parte de razón y porque echo de menos al dentista en los planes de su mujer.
Sailor me hace señas desde la acera de enfrente, hemos quedado para ir al cine y tengo que despedirme. Le doy un par de besos y prometo volver a llamarla.
-¡Ay! Lulita -me dice mientras me alejo- qué poco sabes de la vida.