Es una palabra nueva, norteña, difícil de entender más abajo de Ponferrada. Cuando yo -pequeña bárbara de más al norte- estudiaba en Compostela, recuerdo la llegada de los trenes cargados de californianos de Citroën sur Mer. Mientras nosotros empezábamos a adquirir el tono verdoso del flexo y del moho santiagués, ellos lucían una envidiable piel tostada, llevaban crestas punkies, camisas floreadas y zapatos de plancha. Estábamos, todo habrá que decirlo, en los felices ochenta. De ellos aprendí el desprecio por la piedra eclesiástica, el orgullo de ciudad portuaria y que en el maldito Santiago sólo había dos estaciones: la del tren y el invierno. Como tantos jóvenes de mi generación, empecé a soñar con California.
Ahora en Citroën sur Mer avanza julio y sigue lloviendo. Me pregunto dónde radica y para quién, el encanto de los veranos del norte. Tal vez este empecinamiento térmico se deba al calentamiento global o a la globalización, o a la crisis...sí, eso es, la culpa de que siga lloviendo es de la crisis. Ahora que han encontrado el Códice Calixtino robado de la catedral y que la selección española es campeona de Europa, sería estupendo que, los que no comulgamos ni con hostias consagradas ni con balones de cuero, pudiésemos, de una puta vez, mirar al cielo tendidos en la arena de las Cíes... y seguir soñando.