No sabría precisar el momento exacto en que sintió un primer roce, delicado, casi tierno, sobre sus pies. Nadie más que él pareció apreciarlo, así que siguió observando el local con interesada curiosidad.
Era un recién llegado a la empresa y no deseaba convertirse en un elemento singular, señalable o murmurable por razones tan estúpidas como la convivencia, el compañerismo y otras patrañas de ese estilo que tanto le aburrían. Así que aceptó de buen talante asistir a la cena de sección, pagó su cuota e incluso opinó discretamente sobre el menú.
El segundo roce fue un poco más persistente y astuto; se entretuvo jugando con los bajos del pantalón, enganchó con ligereza el calcetín y se deslizó como un gusanito travieso por la pierna hasta tocar la piel. Era un tacto resbaladizo, algo frío, suave y reconfortante.
Miró a la compañera de mesa que tenía enfrente, una joven tímida y no exenta de atractivo, pero ésta seguía con atención el discurso de una amiga que, dos puestos más allá, comentaba las experiencias de su último parto a la vez que engullía el cochinillo. Un desconocido que se inclinaba con ostentación hacia el lado contrario le flanqueó la derecha y de paso su tranquilidad. La izquierda fue compartida por un hombrecillo locuaz y algo sudoroso que parecía sentirse como pez en el agua.
El tercer contacto trepó ágil hasta la rodilla; lo pilló desprevenido, un escalofrío le recorrió la columna vertebral y su tenedor cayó estrepitosamente al plato. En la rodilla, aquel pie perverso -porque estaba claro que era un pie- pareció sonreirle con movimientos circulares y lentos, pero su efecto comenzaba a ser todo el contrario.
Apenas llegado el postre, con el primer bocado de tarta al güisqui atascado en la boca, el emisario silencioso avanzó con sigilo por el muslo. Avanzó miles de metros, como si no tuviese final, avanzó por arriba, se dejó caer remolón hacia el interior y suspiró una y otra vez entre sus piernas hasta llegar hasta su, por aquel entonces, poderosa e indiscreta anatomía masculina.
No se atrevió a levantar la vista del helado medio derretido, convencido como estaba de que su compañera de mesa charlaba ahora tranquilamente con el hombrecillo sudoroso y locuaz. Su voz sonaba sosegada, con un timbre suave, coloreado por algunas breves risas.
Le pareció que sería bueno ayudarle, y, en el momento de colocar la servilleta sobre su regazo, liberó de un golpe certero la botonadura opresora de su pantalón. El piececillo pareció revolotear y estremecerse de júbilo, apartó ciudadosamente la tela y siguió avanzando como un ejército invencible y valeroso.
Llegar a la abertura de su calzoncillo estampado fue un trabajo fácil y encontrarse a la bestia despierta, el anhelado fruto de un trabajo certero. Apretó las piernas conteniendo la respiración mientras sonreía a la camarera que le servía el café. Intentó revolver el azucarillo con indiferencia, pero todo aquella noche parecía desbordarse. Cuando consiguió esparcir el café por el platillo y parte del mantel, hizo un nuevo esfuerzo y destensó sus muslos doloridos, se echó hacia atrás en la silla, inhaló un falso aire reponedor y dejó que su encantador visitante revolotease de nuevo con excitante torpeza.
Evitó cerrar los ojos, fijando su mirada orgásmica en la esmerada decoración del local. De pronto, una ola eléctrica recorrió su cuerpo rendido, abatido, sumiso y entregado a su diminuto dueño. Pensó que debía, en este último instante, ofrendarse a su dulce tirana y bajó la vista autoinmolándose en una débil sonrisa. Allí estaba ella, retorciendo un pitillo en el cenicero; sonrió también, tímida y desconcertada. Su amiga post-parto se acercó ajustándose la falda y, tras susurrarse algo ininteligible, se levantaron y se alejaron camino del lavabo.
Como un náufrago al borde de la cascada, las siguió con la mirada acuosa hasta que doblaron la esquina del salón. No era humillación, sino desvalimiento y abandono lo que creyó sentir. Apenas un parpadeo y de nuevo sintió escarbar al inquieto animalillo en el instante preciso. Se crispó en el asiento, su frágil balsa se quebró, hundiéndose sin remedio en un líquido tibio e inquietante.
Cerró los ojos conteniendo a ráfagas la respiración, sintió un estremecimiento por la espalda y un ligero temblor en las rodillas. El hombrecillo locuaz le sonreía con sus diminutos dientes: la calva brillante, el bigote sudoroso, la mirada febril, descompuesta y maléfica del pecado.