No puede hacer grandes viajes, no tiene airbag, ni GPS, ni ABS, ni nada que no suene a mecánica elemental. El suyo no es el mundo de las siglas sofisticadas sino el de las palancas, manivelas, enganches, pitorros... No podría aparecer jamás en una de esas sinuosas carreteras de montaña trepando con ligereza a la cumbre del más fuerte, ni levantando polvareda en el Cañón del Colorado, ni siquiera podría deslizarse en la asepsia de los decorados futuristas con el que nos agasaja la publicidad más tentadora.
Su territorio es más pequeño y humilde. Sale disparado en los semáforos y es capaz de acomodarse en el hueco de un contenedor o en el espacio muerto entre dos portales o en la esquina desaprovechada de una gran avenida. Le cuestan un poco las pendientes y llega siempre resoplando a la puerta de mi trabajo. Ha sobrevivido a varios temporales y a un muro de piedra que se derrumbó sobre él mientras dormía a la intemperie de un puerto de mar.
Es tan viejo que, como le pasa a los objetos de su edad, ha empezado a parecerse a un ser humano. Me mira todas las mañanas desde la oscuridad del fondo del garaje, aliviado de verme llegar con puntualidad. Tararea canciones de los ochenta en los semáforos y no puede evitar una sonrisa cuando le lleno el depósito. Sé que se entristece si me paro en el escaparate de algún concesionario, aunque nunca me dice nada. Espera en silencio, seguro de que llegaré y consume su tiempo añorando, como yo, traspasar el túnel del invierno para desentumecerse en playas prometedoras, al abrigo de las dunas.
Acaba de cumplir 27 años y ha pasado la ITV sin asomo de debilidad. Es un auténtico Seat Marbella GLX.