Pero aquel espectáculo me dejó paralizada: cientos de grazianos y aspirantes a serlo se hacinaban en aquellas vascas con olor a huevo podrido: infames bañadores fardahuevos, triquinis imposibles, tatuajes, cráneos rapados o melenas tarzanescas, gafas de pasta blanca, tacones y collares, albornoces y absoluta promiscuidad. Mucha, mucha promiscuidad.
Ni atisbo de decepción por mi parte, más bien todo lo contrario, no siempre se puede formar parte de una ficción tan hilarante.
Siempre nos quedará Bagno Vignoni para recuperar un poco del glamour perdido y disfrutar en increíble y absoluta soledad las lechosas aguas donde, según dicen, conspiraba Lorenzo de Médici entre chapuzón y chapuzón.
El Lago Trasimeno estaba muy muerte-en-venecia bajo las primeras tormentas de agosto y el Lago Bolsena, calmo, liso, inamovible apenas por el aire. El perfecto refugio de jubilados y ociosos.
Pero no hay nada como el mar, aunque nada tenga que ver este mar de intenso azul con mi amplio, salvaje y batido océano. Cientos de embarcaciones arañaban su infinita uniformidad. Playas diminutas buscando espacio entre acantilados, fortificaciones roídas por el tiempo dejando un tenue recuerdo del dominio español.
Porto Ercole escondía una fascinante sorpresa.
El 18 de julio de 1610, según algunas versiones, Michelangelo Merisi llegaba a este puerto a bordo de una precaria feluca. Había salido de Roma, huyendo de la justicia tras cometer un asesinato. Perseguido por sicarios, brutalmente golpeado por caballeros de la orden de Malta en Nápoles, pone rumbo desconocido mientras espera la mediación del cardenal Gonzaga con el Papa. En su haber, un preciado salvoconducto: tres lienzos que espera sirvan para preservar su vida.
El resto forma parte ya de la leyenda. Michelangelo Merisi, más conocido como Caravaggio, cierra su vida de forma inesperada y misteriosa. Algunos dicen que murió de tifus nada más desembarcar en Porto Ercole, pero lo cierto es que nada se ha podido probar al respecto.
El pintor desaparece y con él los tres lienzos. Tampoco sabemos de qué forma, uno de esos lienzos, el San Giovanni Battista, termina finalmente en la Galleria Borghese.
Más sombras que luces en la historia de un hombre pendenciero y genial que brilló como nadie sobre las tinieblas de sus lienzos.
En la iglesia de san Erasmo, en lo más alto del pequeño puerto, sumido en una oscuridad reverencial, pude ver la mirada de san Giovanni. Una mirada que suplicaba el perdón papal, según rezaban los carteles explicativos. Aunque acercándose bien, creo que entre las sombras, no era difícil distinguir un pequeño brillo de arrogancia.