domingo, 29 de diciembre de 2013

2014


Alzaos como leones tras el sueño
en número invencible.
Tirad las cadenas al suelo, como rocío
caído mientras dormíais.
¡Vosotros sois muchos, ellos son pocos!
Llamamiento a la libertad. Percey B. Shelley

2013


Un recuerdo ¿es algo que se tiene o algo que se ha perdido?
Otra mujer. Woody Allen

miércoles, 4 de diciembre de 2013

DYLAN



7 de abril, 1950
Caitlin. Escribir, así, sencillamente, tu nombre: Caitlin. No es necesario que diga Mi amor, Cariño, Corazón mío, a pesar de que no pare de decirte esas palabras en silencio dentro de mí, día y noche. Caitlin. Todas las palabras están contenidas en esa palabra, Caitlin, Caitlin, puedo ver tus ojos azules y tu pelo dorado y tu lenta sonrisa y tu voz en la distancia. Tu voz en la distancia está ahora susurrando en mi oído las palabras que escribiste en tu última carta. Gracias, amor mío, por el amor que decías que me enviabas. Te quiero. Nunca olvides eso, no olvides ni un instante a lo largo del lento y triste día de Laugharne, nunca lo olvides en tus trances laberínticos, en tu vientre, en tus huesos, en nuestra cama cuando te tumbes en ella por la noche. Te quiero. He llevado tu amor dentro de mí por todo este continente, ha viajado conmigo en el aire, en avión, ha estado en todas las habitaciones de hotel en las que he acabado abriendo mi maleta -medio llena, como siempre, de camisas sucias-, ha reposado en mi mente y no me ha dejado dormir hasta el amanecer porque podía escuchar el latido de tu corazón junto al mío, tu voz diciendo mi nombre resonaba por encima del sonido del tráfico, bajo las luces de neón, en el centro de mi soledad, mi amor.
(...)
Te quiero. Trata de imaginarnos bajo el sol de San Francisco, cosa que ocurrirá pronto. Te quiero. Te deseo. Oh, cariño, ¿cómo es que no te lo gritaba constantemente cuando estabas a mi lado? Te quiero. Piensa en mí.
Tu Dylan


Adjunto cheque de quince libras.
Te escribiré desde Hollywood dentro de tres días.
Y te mandaré más dinero.
Te quiero

Cartas de amor. Dylan Thomas. Ed. Siberia

lunes, 25 de noviembre de 2013

PANDORA 7

Nueva edición de La Caja De Pandora: Japón
(Puedes descargarla aquí)

sábado, 16 de noviembre de 2013

UNA MODESTA PROPOSICIÓN


En 1729 Jonathan Swift publicó un panfleto titulado Una Modesta Proposición. En el subtítulo resumía el objeto de su reflexión: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público. Mordacidad, humor negro, brutal crítica a la sociedad de su tiempo y una de las visiones más amarga y desesperanzada de la condición humana.
Qué poco me parece que hayamos avanzado en algunas cosas. Cada vez veo con más claridad que atrincherarse en una sardónica sonrisa acabará siendo la única forma de rebeldía posible.

Es objeto de melancolía para aquellos, que caminan por esta gran ciudad, o viajan por el campo, cuando ven las calles, los caminos y los portales llenos de pordioseros del sexo femenino, seguidas por tres, cuatro o seis niños, todos ellos cubiertos de harapos y molestando a cada pasajero al pedirle una limosna. Esas madres, en vez de ser capaces de trabajar para ganarse la vida, se ven forzadas a emplear todo su tiempo en vagar, implorando el sustento de sus inermes infantes que al crecer se convierten, por falta de trabajo, en ladrones, o dejan su amado país natal para pelear a favor del Pretendiente en España, o se venden en servidumbre a las Islas Barbados.
Creo que todas las partes están de acuerdo en que este prodigioso número de niños en los brazos (...), es en el actual deplorable estado del reino una muy grave afrenta adicional; y por tanto quien pudiera encontrar un método justo, barato y sencillo para hacer de estos niños miembros respetables y útiles de la comunidad merecería tanto agradecimiento del público como para colocar su estatua como un salvador de la nación. Pero mi intención está lejos de encontrarse restringida a proveer sólo para los niños de los pordioseros; es de un alcance mucho más grande, y deberá incluír a todos los infantes de cierta edad, nacidos de padres que, a efectos prácticos, tienen tan poca capacidad de mantenerlos como quienes demandan nuestra caridad en las calles (...).
Pues no podemos emplearlos en la industria o la agricultura; no construyen casas (me refiero al campo) ni cultivan la tierra; es raro que puedan ganarse la vida robando antes de los seis años de edad; excepto cuando son de mente vivaz, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes (...). Me aseguran los mercaderes que un niño o niña de menos de doce años de edad no es vendible, y aún cuando tengan esa edad, no reportarán más de tres libras en el mejor de los casos; lo que no puede compensar ni a los padres ni al reino por los nutrientes y harapos que habrán importado al menos cuatro veces ese valor. Ahora, por tanto, propondré humildemente mis propios pensamientos, que espero no recibirán la menor objeción.
Me ha asegurado un sabio americano, que he conocido en Londres, que un niño saludable y bien alimentado es, al año de edad, un alimento de lo más delicioso y nutritivo, ya sea estofado, rostizado, horneado o hervido; y no tengo duda alguna de que servirá igualmente bien en un fricassè o un ragout (...).
Un niño rendirá para dos platillos en una reunión de amigos, y cuando la familia cene sola, la mitad anterior o posterior hará un palto razonable, y sazonada con un poco de pimienta o sal, estará muy bien hervida al cuarto día, sobre todo en invierno. He calculado, en promedio, que un niño recién nacido pesará cinco kilos y medio, si se amamanta de manera tolerable, aumentará hasta casi los 13 kilos. Acepto que esta comida será algo cara, y por tanto adecuada para terratenientes quienes, tras haber devorado en su mayor parte a los padres, parecen tener el mayor derecho a hacer lo propio con los niños (...). Ya he calculado que el costo de mantener al hijo de un pordiosero (en cuya categoría incluye a los campesinos, jornaleros y a cuatro quintos de los granjeros) es de unos dos chelines al año, harapos incluídos; y creo que ningún caballero dudaría en pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo (...). Quienes sean más ahorrativos (como, debo confesar, estos tiempos requieren) pueden desollar el cuerpo; la piel del cual, tratada artificialmente, hará unos guantes de dama admirables, y botas de verano para caballeros finos.
En cuanto a nuestra ciudad de Dublín, pueden designarse mataderos para este propósito, en las partes más convenientes de ella, y estamos seguros de que no faltarán carniceros; aunque yo recomendaría comprar niños vivos, y prepararlos recién sacrificados, tal y como hacemos al rostizar cerdos (...).
No puedo pensar en un sola objeción que pueda ser presentada contra esta proposición, a menos que sea que el número de personas se verá muy reducido en el reino. Esto lo acepto libremente, y fue de hecho una de las ideas principales al ofrecerla al mundo (...).
Profeso, en la sinceridad de mi corazón, que no tengo el más mínimo interés personal en promover este necesario trabajo, no teniendo otro motivo que el bien público de mi país, al promover nuestro comercio, dando sustento a los infantes, aliviando a los pobres y proporcionenedo placer a los ricos. No tengo niños por los que pudiera planear ganar un sólo centavo y mi esposa habiendo ya superado la edad de concebir.
Jonathan Swift


domingo, 27 de octubre de 2013

LA LLAMADA DE LO SALVAJE

Todos los seres viven unos instantes de éxtasis, que señalan el momento culminante de su vida, el instante supremo de la existencia. Y ¡oh paradoja de la vida!, el éxtasis brota en la plenitud de la existencia, pero con el completo olvido de la existencia misma. El éxtasis, olvido del vivir, transporta al artista, trémulo de emoción, fuera de sí mismo, como envuelto en un sudario en llamas; el éxtasis se apodera del soldado ebrio de sangre cuando el calor de la batalla sin cuartel avanza impasible bajo la granizada de metralla; el éxtasis, en fin, hacía delirar a Buck cuando, al frente de la manada, lanzaba el ancestral aullido del lobo y se arrojaba tras la carne palpitante que corría sobre la tierra helada, bajo el tenue y pálido fulgor de la luna llena. Su aullido brotaba de las recónditas profundidades de su ser, más hondas que él mismo, como si surgiera desde el insondable abismo del tiempo. Le arrebataba el impulso de la vida triunfante, la creciente oleada del ser, el deleite de los músculos tensos, de las articulaciones, de los nervios, de la existencia y del movimiento, que le hacían saltar alborozado y delirante bajo la luz de las estrellas sobre la materia inerte e inmóvil que duerme el eterno sueño de la muerte.
La llamada de lo salvaje. Jack London

He leído por ahí que el lado salvaje de la vida tiene un caminante menos...


domingo, 20 de octubre de 2013

APUNTES SICILIANOS (Y 5)


No ha parado de llover en todo el día. Es una tarde de domingo de "esas" en que la vida parece suspendida de esta ventana gris. Da la impresión de que no ha existido nada antes, ni nada va a cambiar.  Repaso las fotos de Palermo una y otra vez para ver si me llega algo de aquella luz, si todavía persiste la confusión de sus calles, el desafío de un mundo demasiado complicado para ser comprendido. Paso la mirada de nuevo por los mercados caóticos, por las fachadas abandonadas, por las trattorie que huelen a pan. Me detengo en una esquina donde un hombre vende vísceras a los transeúntes, donde unas mujeres se abanican, donde puedo leer en los tendales tantas historias minúsculas. 













Ojalá sirviera de consuelo pensar que algo de todo aquello ha quedado apresado para siempre en estas imágenes.  Aunque mirando este cielo gris de mi Citroën sur Mer tal vez el verdadero consuelo sea creer que el viaje continua y que el tiempo es lo único que nos da la verdadera dimensión de la vida.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

APUNTES SICILIANOS (4)



No es personal, sólo negocios.
Apenas se divisa un torreón desde la carretera. Una mansión más como las que bordean la costa este de Sicilia a la altura de Fiumefreddo: altos muros de piedra, abundante y selvática vegetación, ventanas clausuradas, desconchones y esa triste decrepitud del abandono. Nada parece indicar que exista vida en el interior de la fortaleza que se llama ostentosamente Castello degli Schiavi. Me acerco a la puerta de hierro e intento atisbar algo del interior: un ángulo de tierra, una pared, unas macetas apiladas y un ojo inquieto y azul que coincide con el mío. Después del sobresalto inicial pregunto al ojo si se puede visitar el castello. Me responde que no, que es una propiedad privada y que sólo con cita previa y pago de 25 euros.
Insisto. Sólo el jardín, un vistacito nada más. La puerta se abre ante un camino de tierra y el lateral de una robusta  construcción de piedra grisácea. La emoción empieza a ganarme pero un hombrecillo delgado, de pelo canoso y mirada acuosa, persiste en su negativa con amabilidad férrea. Balbuceo súplicas, lamentos, el hombrecillo afloja, acepta hacer una excepción, rebajarme el precio si entro en ese momento pues tiene una visita concertada para una media hora más tarde. Dudo. Adesso o mai, signora, me conmina con impaciencia. Detrás de mí aparece un italiano con una pareja de alemanes que está visitando villas para celebrar su boda. Demasiado remolino en la puerta, demasiado lío. El hombrecillo me sujeta del brazo y tira de mí, del italiano y de los alemanes hacia dentro. 
Y allí estoy, sin acabar de creérmelo, en la casa que don Tomasino le dejó a Michael Corleone cuando tuvo que huir de América, la casa en la que Apollonia saltó por los aires, la casa en la que se pacta una traición. La casa con cuya imagen se cierra la trilogía irrepetible de Coppola.





El propietario del ojo y de la villa resulta ser el barón Franco Platania, descendiente de los Borghese romanos y emparentado con los duques de Orleans y Dos Sicilias. Con toda esa gente deambulando por su jardín el barón se mueve nervioso de un lado a otro. Abre la capilla y me explica la estructura, el siginificado de los cuadros, de los símbolos masónicos que adornan las paredes para desaparecer después entre el grupo de alemanes y explicarles cuántas mesas pueden instalarse cómodamente en el patio central.
En el sótano al que nos hace descender se guardan arcones, panoplias, tapices, reproducciones de antiguos mapas de Sicilia, cuadros de sus antepasados. Responde con interés a mis preguntas, acogiéndose a la sombra de una grandeza perdida hace ya demasiado tiempo. La visita continua en el piso de arriba. El barón enciende y apaga luces, habla con unos y otros siempre con una cordialidad apresurada y nerviosa. Una alfombra roja se extiende a través de varios salones repletos de porcelanas, libros, muebles antiguos y fotografías de Al Pacino. Todo tiene un aire ajado y polvoriento.
Sentados en un salón que parece algo más privado, el barón nos enseña primero un vídeo del Padrino con las escenas cuidadosamente seleccionadas, después un vídeo promocional de la villa engalanada para una recepción. Los alemanes parecen satisfechos, hacen sus cuentas y se marchan. El barón disculpa su ausencia y los acompaña a la salida. Hace rato que me parece estar dentro de un sueño, así que no me sorprendo demasiado al verme de pronto allí sentada, en el sillón de un barón siciliano, ni me sorprende que se disculpe, ni me sorprende la visión de aquellas paredes, de aquel jardín con el pozo, ni estar dentro de las tripas de un mito.





Le pido permiso para hacer alguna fotografía cuando regresa de despedir a los alemanes y no sólo acepta presuroso, sino que me arrebata la cámara y me arrastra de un lado a otro de la casa y el jardín colocándome en el ángulo exacto desde el que se grabó ésta o aquella escena: el balcón desde el que Michael observa los pinitos al volante de su flamante esposa, la escalera por la que baja antes de darse cuenta de que ya es demasiado tarde para la inocente Apollonia, la silla en la que al fin descansará para siempre el anciano padrino…
El barón insiste en enseñarme algunas fotografías de la troupe Coppola que guarda en una especie de bodega.  Son imágenes del rodaje, hechas por él mismo, donde se le puede ver al lado del director y los actores, todos en situación más o menos distendida. Qui lasciavano tutto l'atrezzo mentre giravano dice señalando una habitación contigua. Posso? pregunto con el corazón a mil por hora. Prego, signora… y el barón me franquea el paso con un gesto amplio de su brazo. Ahora sí que tengo miedo a despertar. Allí, apilados de cualquier manera, están los restos que nadie quiso llevarse: la silla de ruedas de don Tomasino, el banquito en el que se sentaron Michael y Vicenzo, dos escopetas, una bicicleta oxidada, cámaras viejas, más y más fotografías…










Pero suena el despertador. Alguien ha llamado al timbre de la puerta y una mujer gorda y desaliñada se asoma al balcón. Franco, hanno suonato! le grita con voz ronca . El barón corre al encuentro de sus visitantes oficiales a los que abre la verja de la entrada principal para volver volando hasta la puerta lateral en la que yo le espero. Saco un billete que recoge con aristocrática avidez mientras aprieta mi mano entre las suyas y sonríe con cierto orgullo. Me pregunto si será suficiente dinero o si será excesivo el gasto. En el camino de vuelta, con esa especie de resaca que supone vivir situaciones irrepetibles, recuerdo una de las frases que me dijo el barón antes de entrar: "Si el Padrino significa algo para usted, esta visita merece la pena, de lo contrario, sólo es una casa  más". Supongo que la humilde sabiduría del barón podemos aplicarla a casi todas las situaciones de la vida.


 Siempre merece la pena.
 

lunes, 16 de septiembre de 2013

APUNTES SICILIANOS 3


Bagheria
Villa Palagonia, o Villa dei monstri, es una mansión extraña llena de estatuas de caballeros, animales, músicos, quimeras y monstruos de piedra. Escalinatas retorcidas, salas decoradas con frescos o espejos inquietantes que deforman la figura del que los mira, forman parte de su extraño encanto. Se llega allí, tirando del hilo de Ariadna. Primero tirando del Viaje a Sicilia con un guía ciego, de Alejandro Luque y descubriendo que el misterio del título es un porteño llamado Borges. Después, tirando del ciego y la emoción que comparte con María Kodama al pisar las mismas salas que pisó Goethe. Y así, tirando tirando se llega hasta el origen mismo del gran tour, el Viaje a Italia del ilustre alemán. Hablo de libros, claro. Siempe digo que cada uno de nosotros lleva el viaje dentro: lo que ve, lo que encuentra, lo que busca… está ya en el equipaje antes de partir.




No le gustó a Goethe. Le pareció el delirio de una mente enferma, con  gusto repulsivo, de una vulgaridad insoportable y con un resultado artístico ni siquiera fruto del capricho excéntrico sino de la casualidad más tosca. Se sintió incómodo recorriendo la columnata de monstruos hasta la entrada, malhumorado al sentarse en las sillas con patas desiguales y casi diría que ansioso por marcharse. Y sin embargo, es un gustazo leer la malévola inquina con la que describe los sátiros alados con cabeza de mujer, la puntillosidad con que perfila los contornos del palacio para convencernos de su horror.




En 1984 el fotógrafo Ferdinando Scianna retrató a Borges en Villa Palagonia. Está sentado en un banco de piedra, con el gesto extraviado del que ha perdido hace tiempo las referencias físicas del mundo. Me pregunto si Borges necesitaba realmente moverse de Buenos Aires para viajar. ¿Por qué querría llegar hasta aquí, pasear por estos salones vacíos, por estos senderos de grava? ¿Acaso podía encontrar algo más de luz en esta brisa tenue que recorre los jardines que en las palabras de Goethe?

La Villa, mordisqueada por el tiempo, la especulación urbanística o vete a saber qué, ha sido engullida por una de las arterias centrales de Bagheria. No hay ni rastro de la columnata de entrada que tanto indignó al Goethe ni de los extensos jardines que la rodearon. Figuras insólitas coronan los muros que rodean la propiedad sobre un fondo de antenas de tv, casas desconchadas y balcones con ropa tendida. Unas construcciones bajas abrazan en forma de semicírculo al edificio central. Música de radio, una sombrilla multicolor sobre una mesa de jardín, un niño correteando recriminado por la voz de su abuela, una manguera abandonada en el suelo… me reciben al traspasar la verja de entrada custodiada por dos enormes enanos. La villa no es muy grande, ni encuentro nada sobresaliente en sus salones vacíos y algo polvorientos, aunque resulta agradable el silencio, el ambiente atemporal de cascarón hueco, la sombra de los árboles supervivientes. Sobre el dintel de una puerta que da paso a la sala de los espejos leo: Magnificenza singolar contempla, fralezza mortal l’imago espressa. Algo así como: contempla la singular magnificencia de este lugar en el que verás reflejada toda la fragilidad del ser humano.
No dejo de pensar en Borges, sin poder ver ni verse en estos espejos, sin poder complacerse en los infinitos Borges que lo rodearían como en el enigma del mejor de sus cuentos.




Busco el banco de piedra en el que sé que se sentó. Un hombre en pantalón corto y cannotiera lee el periódico. Me parece una imagen divertida que rompe con la solemnidad literaria que me ha llevado hasta allí e intento robarle una fotografía. Pero el hombre, alertado por el ruido de mis pasos sobre la gravilla, asoma la nariz por encima del diario y me recrimina con aspereza. Finjo que mi interés está en el busto que hay a sus espaldas, le muestro mi foto amputada y él gruñe malhumorado ma questo non ha valore, signora. Me encojo de hombros y sigo vagabundeando por el jardín un rato más. Creo que el hombre del periódico no comprende del todo que las cosas más valiosas, nunca son cosas.