STROMBOLI
Hay lugares que poseen la sonoridad de los sueños. Poco importa que el despertar de ese sueño no responda siempre a las expectativas que año tras año hemos ido alimentando con tozuda premeditación: Cefalú, Palermo, Stromboli…Ninguna realidad puede estropearnos el placer de seguir pronunciando las sílabas de lo desconocido.
Stromboli suena a lugar remotísimo y olvidado, a trueno, a rugir marino, a ira de la tierra. Pero también es una bellísima Ingrid Bergman huyendo a través de un laberinto de casas blancas y desoladas. He vuelto a ver la película a mi regreso de Sicilia y sólo recordaba una escena en la que, remangada su falda hasta el muslo, se mete en el agua siguiendo a unos niños. Es tal vez la única escena en que se la ve feliz. Si en 1950 Stromboli podía ser la metáfora de la Italia de posguerra o incluso la de la propia existencia perdida -como la Bergman- en las cumbres de un volcán implacable, me pregunto si puede la Stromboli de hoy ser metáfora de algo.
La mini crociera anunciaba una giornata indimenticabile en las islas Eolias con escala en Panarea, Stromboli by night y maccheronata incluída . Salimos al mediodía del puerto de Milazzo el mismísimo día de ferragosto contraviniendo casi todos los preceptos de la italianità que define ese día más como un estado mental que como una fecha. Ferragosto, es decir, chiuso per ferie, encefalograma plano, suspensión de toda actividad humana y divina.
Pero el diablo nunca duerme y el puerto de Milazzo era un hervidero de mochilas, neveras, ombrelloni, pamelas, balones y pareos multicolores. El calor aprieta en cubierta, no hay una sola nube en el cielo. El mar, estremecedoramente azul, se mece con suavidad y al zarpar un remolino de aire cálido se instala zumbando en los oídos.
Llegamos a Stromboli al atardecer, después de una olvidable
escala en Panarea. Durante el trayecto, el barco se ha ido acercando a pequeños
islotes de lava solidificada con formas caprichosas, embarcaciones de recreo
fondean en sus calas inaccesibles. Navegamos al lado del volcán en la vertiente
desgastada por donde desciende la lava hasta el agua. Un humo blanquecino
envuelve la cumbre.
Toda la isla es negra, desde la playa de redondeados
guijarros hasta los caminos de tierra que se internan entre las chumberas. Los
escasos nativos, los veraneantes, el tiempo… han dulcificado el inhóspito
paisaje. Fachadas encaladas salpicadas de flores, silenciosos patios donde
recogerse del calor, pequeños hotelitos limpios como promesas han acabado por
conquistar el territorio al abandono.
Anochece ya y el barco nos engulle como una ballena en cuyo
interior humean gigantescas cacerolas de macarrones. Tal vez la vida sea escasa
a propósito, como decía Biedma, y aquí en lugares como Stromboli es donde esa
escasez resulta más insoportable. El tramonto,
casi imperceptible, ha ido coloreando el cielo de un azul más y más profundo.
El barco está varado delante del volcán, algunas barquitas se acercan también
con las luces encendidas. Somos todos tan pequeños, tan frágiles. No se oye nada en cubierta, sólo el chapoteo del agua
contra el casco y alguna que otra exclamación de júbilo cuando el cráter
explosiona y una masa rojiza se desliza por la ladera con extrema lentitud.
A pesar de que el aire ha enfriado quiero quedarme en
cubierta en el viaje de regreso. Quiero ver si es Stromboli la que se aleja
desapareciendo en la noche o soy yo la que se marcha con la escasez de la vida
sobre los hombros.