Y es que no he visto en Rusia nada tan grandioso y conmovedor como la tumba de Tolstói. Se halla este lugar de peregrinaje en un paraje apartado y solitario incrustado en el bosque. Un sendero estrecho conduce hasta el túmulo, que no es más que un cuadrado de tierra amontonada que nadie cuida ni vigila, excepto la sombra que sobre él proyectan unos cuantos árboles altísimos. Según me contó su nieta ante la tumba, los había plantado el propio Tolstói. Su hermano Nikolái y él de pequeños habían oído decir a una mujer de pueblo que el trozo de tierra donde se plantan árboles se convierte en un lugar de felicidad. Y así, medio jugando, plantaron cuatro brotes. Sólo mucho más tarde, ya anciano, se acordó de aquella promesa maravillosa y acto seguido manifestó su deseo deser enterrado bajo aquellos árboles que él mismo había plantado (...).Ninguna cruz, ninguna lápida, ningún epitafio. El gran hombre que, como ningún otro, había sufrido por su nombre y por su fama, fue enterrado anónimamente, igual que un vagabundo encontrado por casualidad o un soldado desconocido. Nadie se ve privado de acercarse a su tumba; la pequeña valla de madera no está cerrada. Nada guarda la quietud de aquel hombre inquieto, salvo el respeto de los hombres. (...) esta tumba conmovedora en su anonimato, magnífica en su silencio, perdida en medio del bosque y rodeada sólo del susurro del viento; sin mensaje, sin palabras.
El mundo de ayer. Stefan Zweig









